"Todo me obliga a trabajar con las palabras, con la sangre."
Juan Gelman.

jueves, 9 de abril de 2015

Nanocorazones




Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac. 
Tic.

Tac.

Tac. Tac. Tac.

Tengo un reloj de arena en la cabeza. El último grano quedó atrapado en ese lugar intermedio, el cuello por el que nuestra vida pasa a la hora siguiente; por eso mi último segundo siempre es el mismo. 

Tac. Tac. Tac. 

Un pájaro que golpea el cristal con su pico hecho de ruinas. Una nube que se detiene sobre la cabeza. Una pluma suspendida en un rayo de luz. Todo eso cabe en un segundo.

Tac.

Mi reloj se paró el día en que se me secó la boca. La falta de humedad me dejó agrietada en el sitio, los pies clavados sobre un tornillo de punta ancha, como los muñecos que regalan en las casetas de tiro. 

Nadie te avisa nunca. Nadie te dice: "Cuidado. Se te secará la boca y te crecerán raíces quebradizas de puro seco." Nadie te dice nunca nada. Y entonces es tarde para guardar tu saliva en un frasco, "para cuando haga falta".  Y tu último segundo se estanca en el cuello de un reloj de arena. Y tú te quedas clavada, esperando que la saliva vuelva a manar desde cualquier lugar.

Tac.

Si estás tan quieta, el corazón apenas bombea, su latido es un susurro, apenas un rasguño. Por eso pensé que no habría escopeta capaz de acertarme el corazón, tan pequeño era ahora. 

Mi último segundo. Mi nanocorazón.

Algunas mañanas movía los dedos de los pies, despacio, para que el aire pasara entre ellos. El esfuerzo era mínimo, tenía miedo de ahogarme en mí misma. Pero tenía que hacerlo, porque mi último segundo, que siempre es igual, me obligaba a adornarlo como si fuera un carro de feria.

Tac.

Mi nanocorazón desplegaba las alas, gigantes y plateadas, y se me abrían los ojos y podía ver más allá, como un grumete en el barco, agarrado a su catalejo. 

Y había mares, y montañas de algodón de azúcar, y sirenas, y todos los sueños que construí antes de cumplir los quince. También había un pequeño apartamento en una estrella, y allí estaba Fénix, el del Equipo A, que venía a buscarme en una enorme moto negra. 

Y de repente, el cuello de mi reloj parecía empequeñecer de nuevo, tal era la intensidad de mis decorados. 

Tac.

Y yo seguía allí, parada sobre mis pies, con mi nanocorazón susurrándome en el pecho, como si me cantara una canción de amor.

Las mejores canciones de amor las cantan los nanocorazones, porque lo hacen bajito, al oído, y acarician cuando suenan.

Lástima que ahí fuera no llegue el sonido de su voz. Quizá la saliva volviera a mi boca y mi último segundo se convirtiera en la hora siguiente. 

Tic. 






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