"Todo me obliga a trabajar con las palabras, con la sangre."
Juan Gelman.

viernes, 3 de abril de 2015

Baila como un lazo en un ventilador

He dormido más de lo estrictamente necesario.

Dormir se ha convertido en mi último acto de rebeldía. Yo, que en algún momento me gané el sobrenombre de "búho"  por mis ojos siempre abiertos, ahora duermo como un bebé. Me he rebelado contra mis propias incertidumbres.

Los días son más largos, la luz más intensa, las cosas se hacen más nítidas. Me siento bastante ligera, como si la pesadez de los últimos días se hubiera ido por el desagüe. Supongo que, a pesar de mi gusto por el invierno, me sienta bien un poco de calidez.

Mi abuelo está en la casa. Llegó hace un par de días, con su silla de ruedas, su manta en las piernas, su boina y sus guantes. Pregunta la hora a cada rato, para comprobar que el reloj que lleva en la muñeca sigue funcionando. Es curioso cómo le importa el tiempo, como si sus días fueran algo más que estar confinado en esa silla de ruedas en la que vive desde hace muchos años. De la silla a la cama, de la cama a la silla, y así a cada rato. Su cabeza tampoco es la que era. Se pierde en una maraña de nombres, parentescos y recuerdos.

La última vez que estuvo aquí se paseó por toda la casa con una foto de su madre sobre el regazo. Le iba enseñando las habitaciones. Aquí es donde duermo, este es el salón, aquí duerme mi hija, esta es la cocina, eso el patio, este es el gatito que se tumba sobre mis piernas. Iba contento, como un niño que les enseña a sus padres la nueva escuela. La vejez es un pozo lleno de niñez, pienso, un montón de experiencias revueltas, como el foso de arena del patio de todos los colegios.

¡Cuánta niñez junta es llegar a viejo!

Llevo bastante mal que mi abuelo no recuerde quién soy, para qué voy a mentir. Antes tenía que salir de la habitación, porque me podían las ganas de llorar. Mi abuelo, que seguía teniendo bien claro cómo se llevaron a su hermano para fusilarlo, o cómo lloraba su madre pidiéndole que no se fuera, o a su otro hermano y la cárcel, me preguntaba quién era yo, si estaba casada, si tenía hijos... Y yo, que a veces sufro de nudos en el pecho y garganta cerrada, salía para que no me viera llorar, para no añadir más inquietud a los vacíos de su cabeza. Y no añadir más desasosiego a la mía. Pero qué felicidad  sus momentos de lucidez, cuando te llama por tu nombre y te pregunta dónde está tu madre. Es como volver a tener siete años y correr por la nave de la antigua casa, rodeada de perros y con la risa de tu hermana y tu prima al fondo.

Hoy decido que mi abuelo es lo que es, lo que fue y lo que le queda por vivir. Tiene noventa y dos años, las piernas muertas, la cabeza en espiral, pero está aquí y respira y te coge la mano y demanda besos sonoros, como los de todos los abuelos.

Mi abuelo es un mapa de venas gruesas y azules, una delgadez blancuzca y reconocible, una voz que se rasga cuando canta y olvida la letra de las canciones, las que tantas veces cantó sin dejarse ni una coma.

Mi abuelo fue el alma de muchas fiestas, y quiero que siga siendo el alma de la mía.

Ese hombre que equivocaba direcciones en la carretera; que nos llevaba a la escuela en un coche rojo; que nos subía a la ermita a corretear desnudas; que nos decía eso de "cuidado con los coches que tienen ruedas", refiriéndose a los chicos; que llamaba a mi abuela "la reina de mi castillo" y que murió un poco cuando ella se fue, pero que sigue aquí en piel y hueso; ese hombre que te agota de puro estar vivo, sigue bailando a su manera.

"Como un lazo en un ventilador", que dice la canción.

Habrá que seguir bailando, hasta que a su ventilador se le quiebren las aspas.

Por cierto, son las 14.58, abuelo. Tu reloj sigue funcionando.











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