"Todo me obliga a trabajar con las palabras, con la sangre."
Juan Gelman.

viernes, 23 de octubre de 2015

Voyage voyage


Estoy preparando la maleta. Se me hace raro, soy mujer de mochila. Estoy acostumbrada a cargar mi espalda, así en general, y, siendo sincera, lo de tirar de un pequeño carrito con ruedas me sobrepasa (tengo tendencia a encontrar todas las piedras del camino). Pero ahora vuelvo por unos días a Madrid -demasiados, si me paro a pensarlo-, a cumplir con alguna que otra obligación; y después me suelto la coleta y me piro a Nueva York.
Hostia, me digo, Nueva York, quién me lo iba a decir a mí hace solo un par de meses. 
Pero yo, que soy muy de liarme la manta a la cabeza, aquí estoy: llenando una maleta de tamaño medio y un poco histérica porque no sé cómo mierda se hace esto. Me doy cuenta de lo curioso de mi orden. Vamos, que no tiene ni pies ni cabeza. Como yo, supongo. ¿Dónde pongo los jerseys, arriba o abajo? ¿Cuántos vaqueros meto? Mierda, no tengo chaquetas para la lluvia. ¿Este calzado será lo suficientemente cómodo? Y bragas, muchas bragas, esas no, están demasiado viejas. Tienes que tirar esos calcetines. ¿Tengo que meter un paraguas? ¿Tacones? ¿Qué vamos a hacer allí? Tú eres demasiado calurosa, no necesitas eso, parece una manta zamorana. ¿Pero y si me mojo y me baja la temperatura corporal? ¿Y si caigo enferma y toda la semana se va al carajo? Sí, mete cosas de abrigo. ¿Dónde mierda he puesto las bufandas? ¿Y esto de quién coño es? Mío no. Sigo buscando las bufandas. Y un jersey que no aparece por ningún lado. Y las botas negras de invierno. Y no encuentro una maldita mierda. Mierda, mierda, mierda. Se me llena la boca de mierda, casi tengo ganas de limpiármela con jabón. Estoy demasiado nerviosa. Así que cojo un libro de Stephen King y me pongo a leer un rato. Es el único modo de estar tranquila y sentada en la misma posición más de cinco minutos seguidos: con un libro entre manos. Mi piedra Rosetta. 
Después de un rato respiro con normalidad y soy consciente de varias cosas. La primera es que, a pesar del tiempo que llevo viviendo en el pueblo, aún tengo la vida repartida. Y que casi todas esas cosas que no encuentro están en mi casa, la de verdad, la que tengo en Madrid con mis discos y mis libros y mis historias y las manchas de mi pared y el calentador roto y la cama grande y el cajón de los pañuelos y mi pequeño E.T. y el cuervo de Poe (grandes amigos que me hacen grandes regalos) y Sarah Kane y las últimas lágrimas que puse a secar en la almohada. La segunda que pienso es que quizá va siendo hora de volver; pero sigo intentando deshacer un nudo, que por lo jodido debe ser marinero. La tercera es que Madrid me asusta demasiado, pero que he dejado demasiado amor aparcado allí y de algún modo he de recuperarlo. Y aquí paro de pensar.
Porque vuelvo mañana, y tengo que terminar esta maldita maleta, y si ni siquiera sé qué meter primero o si lo mejor es volver con una maleta vacía y esperar a ver con qué la lleno. Algo nuevo, espero.

lunes, 29 de junio de 2015

La sequía


Hace tanto calor que llevo horas paseándome desnuda por la casa. Aún así parece que llevara una segunda piel adherida a la mía, una capa de sudor y angustia que me convierte en una anguila enfadada y resbaladiza.

No importa las veces que me dé una ducha fría, ni poner el aire acondicionado a tope o abrir puertas y ventanas para que la corriente siga su curso. El calor se me mete dentro como un parásito y me ahoga lentamente.

Estoy aquí, sola y mojada, y me siento como pez fuera del agua.

El calor también me recuerda tu ausencia.

Nunca me ha gustado el calor.
Excepto contigo.

Dormir pegada a tu sudor compensaba la densidad dulzona del mío, lo elevaba a la categoría de aceite balsámico. Tu sudor y el mío como un ungüento mágico que nos mantenía unidos más allá de cualquier duda, como un pegamento uniendo roturas.

Tu brazo cruzando mi cuerpo, tu  mano de agua agarrada a mi pecho, tu boca caliente y húmeda soplando mi nuca. Y mi cuerpo y mi pecho y mi nuca recibiéndote como a un océano azul y poderoso, llenándose de tu agua como una bañera de porcelana blanca.

Después de ti, el calor fue simplemente calor. Duro, pegajoso, persistente. Un enemigo polvoriento que me hacía toserte lejos en cada dolor de mi anatomía.

Perderte fue la peor sequía de toda mi vida.

Por eso ahora paseo desnuda y me doy duchas de agua fría y busco tu calor con mi mano húmeda escondida entre las piernas.

Pero esta humedad ya no sabe a ti.

Y el océano nunca me pareció tan lejano.











martes, 16 de junio de 2015

miércoles, 13 de mayo de 2015

Ave Fénix

Hace un tiempo colaboraba en Enri Magazine, el magazine de la Tía Enriqueta Comunicación (aprovecho para que os paséis por allí, si aún no la habéis hecho). En algún momento, y sin saber por qué, dejé de escribir. Así, de repente, y sin avisar, como muchas de las cosas que hago cuando mi cerebro se desordena. Lo siento, Patri.

No me justifico, soy culpable de varias desapariciones ocurridas sin orden ni concierto.

Nunca reconozco los síntomas que me avisan de un pronto cortocircuito, será que a pesar de todo la positividad me puede. Así soy yo. No sé si tendrá con ver con mi geminiano horóscopo o con cierta debilidad de carácter, pero fluctúo entre diferentes estados de ánimo en lapsos relativamente cortos de tiempo. ¿Ciclotimia? No. Repito, eso es ser yo. Así soy yo. Desordenada, desconcertante, desubicada. Sí, también desubicada, si es que eso es una manera de ser. Pero también positiva, sí, ahora lo sé.

Estos días camino entre florecillas, respiro aire puro, salgo a compar al mercadillo, visito a mis amigos, juego con sus hijos, y devoro libros con auténtico ensañamiento. También cocino. Cocino mucho. Y bien, qué narices. Tengo una cocina enorme, una despensa llena, y tiempo de ese que se aprovecha. Tiempo del bueno. No sé cuánto me va a durar tan bucólico estado, pero mejor "arrimar el ascua a su sardina". Lo siento, esto lo he aprendido hoy y tenía que utilizarlo, me parece maravilloso.

El caso es que me pongo a leer las cosas que estoy escribiendo últimamente, y me sorprendo a mí misma. No sé si lo estoy haciendo mejor o peor, pero lo estoy haciendo. Escribo cosas, muchas,  que acumulo en mi ordenador nuevo, y pienso que de ahí va a salir algo positivo. Pienso que ahí está el cambio que necesito. Parezco un político, pero no. El cambio que necesito soy yo, y lo estoy intentando. Y no, no es una de esas cosas que una repite en voz alta para ver si así se las cree. Lo digo de verdad.

Lo estoy intentando.

Hoy me he puesto a leer las pocas cosas que escribí para Enri, y voy a compartiros una. Alguno quizá ya la haya leído, mira tú. Es un texto al que llamé Combustión Espontánea. Porque a veces uno se siente arder por dentro, hasta consumirse. Hoy, al volver a leerlo, me he sentido bien. De algún modo me he sentido bien.

Porque lo estoy intentando. Lo estoy haciendo bien. Y las cosas, muchas cosas de esas que me provocan cortocircuitos y me alejan de otras muchas cosas buenas, están dejando de doler. Y eso me gusta. Me gusta tanto que podría arder, pero de puro contento.

En fin, que os comparto mis combustiones, aunque solo sea por demostrarme a mí misma que de lo malo también podemos sacar cosas buenas.

(Creo que estoy aprendiendo a respirar.)



Combustión Espontánea

Me hubiera gustado decirte que te quedaras. En lugar de eso esperé a que la lavadora acabara de centrifugar, y tendí  tus calzoncillos rojos y negros dentro de casa.
Te miraba liar cigarrillos con furia rabiosa, enfadado con ese teléfono que no paraba de sonar. Le gritaste a alguien al otro lado de la línea, y tus calzoncillos gotearon sobre el suelo sucio de ceniza. Recogí el agua con la lengua y me arrastré hasta tus rodillas. Escalé tus muslos clavándote mis uñas sucias, y metí  tu polla en mi boca húmeda y triste. Sabías a detergente y ausencia.
Mi saliva  empapaba tu vello y yo me ahogaba despacio, despacio, guardándote en mi estómago para alimentarme cuando estuvieras lejos.
Agarraste mi cabeza con las manos y me besaste como quien no tiene un mañana, arrancándome el pelo, limpiándome la cara como una perra limpia a su cachorro. Me apretaste fuerte contra el pecho y escuché el adiós detrás de tus costillas. Tu barba dejó surcos a la deriva en mi cabeza.
Afuera llovía y yo pensé que cada vez que en Madrid llueve, yo también me lluevo un poco. No me atreví a llorar por miedo a que te apartaras, y ahogué el grito mordiéndote los pezones. “Fóllame fuerte” –te pedí. Y dejé que me rompieras las bragas y la carne y el coño y los últimos resquicios de vergüenza que aún conservaba.
El teléfono sonó de nuevo y me escapé a la ducha para borrar cualquier intención de suicidio de mis estúpidas lágrimas, que esperaban al borde de mis ojos  desesperadas por lanzarse al vacío.  Mi fracaso se estrelló contra el fondo de la bañera, mientras me quemaba la piel para tener  sobre mi cuerpo algo que doliera más que tú y la inminente desaparición de tus manos.
Escuché cómo estrellabas el teléfono contra la pared del salón, y viniste a mi lado para cubrirme de agua fría, calmándome las quemaduras, besando ese lunar que tanto odio y que tú no dejabas de tocar, diciendo: “aquí está mi paraíso”.
Me corrí  pensando en el sofá de tu casa, y tú te quedaste agarrado a mis caderas, besando, besando, despacio, como si también quisieras llevarte mi paraíso contigo.
¿Qué me quedará entonces?, me pregunté.
Me sacaste de la ducha y bailamos una cumbia agarrados, pecho con espalda, balanceando las caderas y los recuerdos, llenando el suelo de agua de mar, salada y revuelta como nosotros y nuestras circunstancias.
Quédate, quédate, quédate, repetía mi cabeza una y otra vez, pero mi boca solo se abrió para decirte que llegábamos tarde al teatro. Y que tu maleta seguía sin hacer. Y que no sabía qué ponerme. Y que yo tenía mucho retraso con mis escritos. Y que no sabía dónde había puesto tus llaves. Y que me dolía el pecho. Y que quería quedarme tu camiseta roja. Y que llegábamos tarde al teatro. Y…
Me callaste con un beso profundo de tabaco y cerveza, y dijiste: “Te echaré de menos”. Leí entonces en tus ojos que no te quedarías, ni por mí ni por nadie, y respondí: “Hoy no tengo ganas de comedia”.
Volví a la ducha a quemarme por completo, llevándote de la mano, y fuimos dos amantes reducidos por combustión espontánea a la implacable certeza de la imposible distancia. ¡Como si no hubiera aviones!, dijimos al unísono antes de reducirnos a polvo.
Sobre la mesa quedaron las entradas para un teatro cualquiera de Gran Vía y dos cigarrillos a medio fumar.
Como si eso fuera importante…





miércoles, 29 de abril de 2015

Yerma

Quiero escribir, pero no puedo.
Quiero comer, pero no puedo.
Quiero dormir, pero no puedo.

Mi cuerpo se ha convertido en una mina antipersona. Me ataca donde más me duele.

Lo único que acierto a hacer de manera adecuada es fumar.

Tengo los pulmones llenos de humo. La boca llena de humo. El cerebro lleno de humo.

Y con tanto humo no acierto a verme ni los dedos de los pies. Me siento como esas mujeres embarazadas cuya vista no abarca más allá de su barriga, con la diferencia de que no podría sostener un vaso sobre ella. La delgadez nunca fue tan dolorosa. Estoy plana, yerma, absolutamente vacía.

Es curiosa la sensación de vacío. Como cuando por tus oídos pasa una corriente de aire que solo notas porque el mundo de ahí afuera se ralentiza. Ni frío ni calor. Solo una corriente de aire aislándote del mundanal ruido. Silencio.

Silencio.

Silencio.

Y cuando el ruido vuelve nada es lo que era.

Así yo. Vuelvo a ratos y nada es lo que era.

Tengo moscas en el cerebro, moscas picoteando los recuerdos, moscas alimentándose de recuerdos hasta dejarme seca.

El abandono es otra forma de delgadez, me digo. De esa delgadez fea e insana que te deja sola a un lado de la carretera.

He abandonado mi cuerpo a la desidia. Quizá por eso no acierto a escribir ni a comer ni a dormir. Quizá por eso no acierto a nada. Quizá por eso mi grisácea delgadez a pesar de los kilos de más.
Quizá por eso busco algo que me rellene, pero la primavera es muy suya, y te deja el polen y las abejas y las alergias y se lleva todo lo demás.

Tendré que esconderme en ese silencio lleno de ruido hasta que mis moscas estén satisfechas. No me apetece hacer nada más.

"Señor, abre tu rosal sobre mi carne marchita", que se dolía Yerma.










jueves, 9 de abril de 2015

Nanocorazones




Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac. 
Tic.

Tac.

Tac. Tac. Tac.

Tengo un reloj de arena en la cabeza. El último grano quedó atrapado en ese lugar intermedio, el cuello por el que nuestra vida pasa a la hora siguiente; por eso mi último segundo siempre es el mismo. 

Tac. Tac. Tac. 

Un pájaro que golpea el cristal con su pico hecho de ruinas. Una nube que se detiene sobre la cabeza. Una pluma suspendida en un rayo de luz. Todo eso cabe en un segundo.

Tac.

Mi reloj se paró el día en que se me secó la boca. La falta de humedad me dejó agrietada en el sitio, los pies clavados sobre un tornillo de punta ancha, como los muñecos que regalan en las casetas de tiro. 

Nadie te avisa nunca. Nadie te dice: "Cuidado. Se te secará la boca y te crecerán raíces quebradizas de puro seco." Nadie te dice nunca nada. Y entonces es tarde para guardar tu saliva en un frasco, "para cuando haga falta".  Y tu último segundo se estanca en el cuello de un reloj de arena. Y tú te quedas clavada, esperando que la saliva vuelva a manar desde cualquier lugar.

Tac.

Si estás tan quieta, el corazón apenas bombea, su latido es un susurro, apenas un rasguño. Por eso pensé que no habría escopeta capaz de acertarme el corazón, tan pequeño era ahora. 

Mi último segundo. Mi nanocorazón.

Algunas mañanas movía los dedos de los pies, despacio, para que el aire pasara entre ellos. El esfuerzo era mínimo, tenía miedo de ahogarme en mí misma. Pero tenía que hacerlo, porque mi último segundo, que siempre es igual, me obligaba a adornarlo como si fuera un carro de feria.

Tac.

Mi nanocorazón desplegaba las alas, gigantes y plateadas, y se me abrían los ojos y podía ver más allá, como un grumete en el barco, agarrado a su catalejo. 

Y había mares, y montañas de algodón de azúcar, y sirenas, y todos los sueños que construí antes de cumplir los quince. También había un pequeño apartamento en una estrella, y allí estaba Fénix, el del Equipo A, que venía a buscarme en una enorme moto negra. 

Y de repente, el cuello de mi reloj parecía empequeñecer de nuevo, tal era la intensidad de mis decorados. 

Tac.

Y yo seguía allí, parada sobre mis pies, con mi nanocorazón susurrándome en el pecho, como si me cantara una canción de amor.

Las mejores canciones de amor las cantan los nanocorazones, porque lo hacen bajito, al oído, y acarician cuando suenan.

Lástima que ahí fuera no llegue el sonido de su voz. Quizá la saliva volviera a mi boca y mi último segundo se convirtiera en la hora siguiente. 

Tic. 






viernes, 3 de abril de 2015

Baila como un lazo en un ventilador

He dormido más de lo estrictamente necesario.

Dormir se ha convertido en mi último acto de rebeldía. Yo, que en algún momento me gané el sobrenombre de "búho"  por mis ojos siempre abiertos, ahora duermo como un bebé. Me he rebelado contra mis propias incertidumbres.

Los días son más largos, la luz más intensa, las cosas se hacen más nítidas. Me siento bastante ligera, como si la pesadez de los últimos días se hubiera ido por el desagüe. Supongo que, a pesar de mi gusto por el invierno, me sienta bien un poco de calidez.

Mi abuelo está en la casa. Llegó hace un par de días, con su silla de ruedas, su manta en las piernas, su boina y sus guantes. Pregunta la hora a cada rato, para comprobar que el reloj que lleva en la muñeca sigue funcionando. Es curioso cómo le importa el tiempo, como si sus días fueran algo más que estar confinado en esa silla de ruedas en la que vive desde hace muchos años. De la silla a la cama, de la cama a la silla, y así a cada rato. Su cabeza tampoco es la que era. Se pierde en una maraña de nombres, parentescos y recuerdos.

La última vez que estuvo aquí se paseó por toda la casa con una foto de su madre sobre el regazo. Le iba enseñando las habitaciones. Aquí es donde duermo, este es el salón, aquí duerme mi hija, esta es la cocina, eso el patio, este es el gatito que se tumba sobre mis piernas. Iba contento, como un niño que les enseña a sus padres la nueva escuela. La vejez es un pozo lleno de niñez, pienso, un montón de experiencias revueltas, como el foso de arena del patio de todos los colegios.

¡Cuánta niñez junta es llegar a viejo!

Llevo bastante mal que mi abuelo no recuerde quién soy, para qué voy a mentir. Antes tenía que salir de la habitación, porque me podían las ganas de llorar. Mi abuelo, que seguía teniendo bien claro cómo se llevaron a su hermano para fusilarlo, o cómo lloraba su madre pidiéndole que no se fuera, o a su otro hermano y la cárcel, me preguntaba quién era yo, si estaba casada, si tenía hijos... Y yo, que a veces sufro de nudos en el pecho y garganta cerrada, salía para que no me viera llorar, para no añadir más inquietud a los vacíos de su cabeza. Y no añadir más desasosiego a la mía. Pero qué felicidad  sus momentos de lucidez, cuando te llama por tu nombre y te pregunta dónde está tu madre. Es como volver a tener siete años y correr por la nave de la antigua casa, rodeada de perros y con la risa de tu hermana y tu prima al fondo.

Hoy decido que mi abuelo es lo que es, lo que fue y lo que le queda por vivir. Tiene noventa y dos años, las piernas muertas, la cabeza en espiral, pero está aquí y respira y te coge la mano y demanda besos sonoros, como los de todos los abuelos.

Mi abuelo es un mapa de venas gruesas y azules, una delgadez blancuzca y reconocible, una voz que se rasga cuando canta y olvida la letra de las canciones, las que tantas veces cantó sin dejarse ni una coma.

Mi abuelo fue el alma de muchas fiestas, y quiero que siga siendo el alma de la mía.

Ese hombre que equivocaba direcciones en la carretera; que nos llevaba a la escuela en un coche rojo; que nos subía a la ermita a corretear desnudas; que nos decía eso de "cuidado con los coches que tienen ruedas", refiriéndose a los chicos; que llamaba a mi abuela "la reina de mi castillo" y que murió un poco cuando ella se fue, pero que sigue aquí en piel y hueso; ese hombre que te agota de puro estar vivo, sigue bailando a su manera.

"Como un lazo en un ventilador", que dice la canción.

Habrá que seguir bailando, hasta que a su ventilador se le quiebren las aspas.

Por cierto, son las 14.58, abuelo. Tu reloj sigue funcionando.











miércoles, 1 de abril de 2015

Tin Angel


Joni Mitchell se hace mayor. Es curioso, es lo primero que he pensado al leer la noticia sobre su ingreso. 
Es  normal, ¿no? Los días pasan, a veces a una velocidad considerable; pasan los días, y maduramos, y luego nos vamos haciendo mayores, y después nos hacemos viejos. Y Joni no se hace vieja, sino mayor. También soy de esas que opinan que la vejez es solo un estado del alma, pero a menudo el cuerpo toma sus propias decisiones. 

Tienes setenta y un años, y, de repente, hay cosas que fallan. Entonces alguien te encuentra inconsciente en tu casa. 

He leído la noticia en varios periódicos. Lo habitual en esto de Internet es encontrar un copia/pega repetido hasta la saciedad en multitud de páginas. Pero he llegado a El Comercio y desarrollaban algo más eso de que estaba en cuidados intensivos, aunque consciente y de buen humor -cómo no adorar a esta mujer-. Parece ser que lleva varios años con una enfermedad en la piel que la mantiene alejada de la música. Afinando un poco más, dicen que es algo psicosomático, el "síndrome de Morgellons".

Es curioso cómo funcionan las casualidades. Si ayer hubiese leído esto, mi primera reacción hubiera sido buscar qué es ese maldito síndrome, pero parece ser que las horas nocturnas que le dedico últimamente a la tele, a veces dan su fruto. Ayer vi Mentes Criminales -sí, vale, Shemar me vuelve loca, para qué negarlo-, y el asesino en cuestión creía tener cucarachas bajo la piel. Acudía a un grupo de ayuda, no para alcohólicos ni drogadictos ni maltratadores ni víctimas de malos tratos ni adictos a tomar detergente en escamas, no. Un grupo de ayuda para gente aquejada de "Morgellons". Gente con picores extraños, gente convencida de tener algún virus ilocalizable, gente que se rasga la piel, se rasca, se corta, buscando lo que produce sus picores. Los agentes, esos que analizan las conductas de los sujetos, lo llamaban también delirios parasitarios. 
 
Y me imagino a Joni rascándose sin parar, haciéndose cortes, analizando su propia sangre, y pienso en lo expuestos que estamos. No solo a las minas, la Yihad, los pilotos suicidas, los fenómenos metereológicos o las nuevas dictaduras, sino a nosotros mismos.

Me viene a la cabeza eso de "there's a sorrow in his eyes like the angel made of tin. What will happen if I try to place another heart in him..." y veo a Joni cantando con su voz suave, una mujer rubia con guitarra que maneja corazones con las manos, que arregla pechos vacíos y habla de castillos en el sol.

Era la mujer rubia de ayer la que se hacia cortes y recogía su sangre en un portaobjetos para colocarla en un microscopio, no Joni. Ella no. 

Ella está en su habitación de hospital, consciente y de buen humor, y quizá le canta el estribillo de Tin Angel a algunos de sus afotunados visitantes, mientras la primavera sigue pasando ahí fuera y algunos que se hacen viejos caen en las aceras, muertos por su propia indiferencia. 

Quizá porque nadie les puso nunca un corazón en el pecho.






martes, 31 de marzo de 2015

Restart

Vuelvo ahora, como la primavera, las alergias y las interminables puestas de sol. Vuelvo ahora.

El calor ha traído un ordenador nuevo y cierta picazón en las yemas de los dedos.

Teclear es un ejercicio de autoestima. Volver a mostrarme es un ejercicio de autoestima. Crear un blog de nuevo, después de tantos años, es un ejercicio de autoestima.

Después de juzgarme durante mucho tiempo; de esconderme, avisando de mi incapacidad de superar el folio en blanco; de leerme a ratos y decidir que no valía la pena; de correr tras las palabras de otros, envidiando que no fueran mías, me decido a exponerme. Exponerme. Recibir la bofetada, el elogio, la indiferencia, el aplauso. Recibir.

Llevo varios meses de retraso con la vida. Me digo que me estoy buscando.

El día que olvidé quién era me planté. Tuve mucho miedo, estiré los brazos y no encontré a qué agarrarme. El aire no llegaba a los pulmones, las calles se me hicieron largas y estrechas, y nunca se me dio bien correr. Pero me dije que era fuerte. Y ahora estoy aquí.

Así que este ejercicio de autoestima es como una maleta, una maleta abierta. Las maletas abiertas siempre me dieron mucha pereza. El exceso de equipaje, y no saber qué llevar, los preparativos finales, las cremalleras que no cierran. Las cremalleras que no cierran. Sí, las cremalleras que no cierran, y peor aún, las cosas que lavar a la vuelta. Siempre hay algo que lavar. Deshacer una maleta sí que es un ejercicio de autoestima.

Quizá de esta maleta saque algunas cosas, quizá guarde otras, quizá mi viaje se quede en la siguiente parada. No tengo ni idea.

Pero qué más da.

Vuelvo ahora. A exponerme. A recibir. Y quién sabe, igual consigo arreglar mis cremalleras.